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Así eran los rituales de belleza de las mujeres en la Grecia Clásica

Las mujeres griegas utilizaban productos muy tóxicos para lograr una tez blanca y pintarse los labios y las mejillas

Las mujeres casadas de la Grecia antigua se mostraban habitualmente como un reclamo para los sentidos. Llevaban un vestuario colorista, que dejaba adivinar las formas del cuerpo; se engalanaban los largos cabellos con cintas y diademas; se enjoyaban, se perfumaban y, sobre todo, se maquillaban. Con ese aspecto tocaban la lira o el arpa dentro de sus casas. El objetivo fundamental era el de resultar atractivas a sus esposos para cumplir con la función que les correspondía por naturaleza y por imperativo social: la maternidad; pero también debían destacar sobre las mujeres del servicio para ejercer su otra función característica: la de señoras y administradoras de la casa.

Las mujeres se esforzaban mucho para conseguir una piel limpia, nutrida y perfumada. Para el rostro utilizaban una mascarilla que actuaba por la noche y se retiraba a la mañana siguiente con leche. El resto del cuerpo lo sometían a una especie de peeling (efecto exfoliante), embadurnándolo primero con el mismo aceite de oliva usado por los hombres en las palestras –donde practicaban ejercicio físico– y pasándole luego piedra pómez, o aplicando la llamada sosa natural (carbonato cálcico). Eso funcionaba también como un sustituto de los jabones, que fueron introducidos más tarde, porque la mezcla del ácido oleico con el compuesto cálcico, en la superficie caliente del cuerpo, producía una saponificación.

Cuerpos perfumados

A continuación, las mujeres se lavaban con agua pura o con agua mezclada con un aceite aromático similar a los actuales. El aceite de oliva era el ingrediente principal en la preparación de los ungüentos que se aplicaban al cuerpo después de lavarlo o bañarlo; también se empleaban otros aceites más selectos como base para la preparación de perfumes. Los aromas añadidos eran, sobre todo, los ya conocidos por los egipcios como el cedro, la mirra, el pino y, desde luego, la azucena; y también algunos nuevos como el azafrán, el membrillo, la jara o la violeta. El más apreciado era ya el de la rosa, originario del Lejano Oriente, pero conocido por los griegos que compusieron la Ilíada, donde la diosa Afrodita unge el cuerpo del difunto Héctor «con aceite, perfumado de rosas».

En las artes y la literatura de la antigua Grecia, las mujeres aparecen asociadas con la piel blanca y los hombres con la piel oscuro-rojiza. Ese doble ideal de belleza, masculina y femenina, se relacionaba con los roles necesarios de ambos sexos para la supervivencia de la ciudad-estado, la polis. El varón cumplía su misión al aire libre, como campesino o ciudadano-soldado; por el contrario, la aportación de las mujeres, no menos importante, se sustanciaba en la maternidad, en la elaboración de los tejidos y la manipulación de los alimentos, y, en general, en la administración del oikos, el término con el que los griegos se referían a la casa y la hacienda.

No se trataba de que las mujeres no salieran de la casa o de que los hombres no pasaran tiempo en ella, cosas que hacían las unas y los otros por gusto y por necesidad; sino de la atribución del espacio y de las funciones sociales a cada uno de los sexos en un tipo de sociedad en el que tanto las mujeres como los hombres se debían al grupo familiar, así como a una comunidad cívica que era en realidad un conjunto solidario de unidades familiares.

El ideal de la tez blanca

El color blanco convierte convencionalmente a la mujer en un objeto bello, en un objeto de deseo; pero el uso del término homérico leukólenos («de blancos brazos») es siempre consonante con el papel de esposa y madre, o, en cualquier caso, con una consideración positiva de la función de las mujeres que está separada de la prostitución. Se trata del atractivo que necesita la mujer para cumplir con la reproducción de la comunidad, función tan importante como su defensa. En las tragedias griegas esa idea se confirma en la frecuente atribución de la blancura a partes desnudas de un cuerpo femenino vestido; y son los criados quienes lo hacen en relación con la señora o con la joven núbil. La belleza de la heroína trágica refuerza la carga patética de su destino, y la blancura de su piel funciona como indicador de esa belleza.

Los médicos griegos ignoraban mucho más de lo que sabían sobre el cuerpo femenino, por lo que desarrollaron teorías disparatadas sobre su funcionamiento, acordes, en general, con el papel que las mujeres estaban llamadas a desempeñar en las comunidades humanas. La distinta coloración de la piel de hombres y mujeres, por tanto, la atribuyeron no al género de vida que cada uno llevaba, sino a una determinada diferencia natural entre los sexos; así que, cuanto más blanca, más femenina sería una mujer, y, consecuentemente, más capacitada para la reproducción. Gracias a su tez blanca, la mujer no sólo ejercería una mayor atracción sobre el esposo, sino que tendría una mejor respuesta en el coito, lo que, según la misma teoría, favorecía la fecundación.

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Una vez considerada la piel blanca como referente de la feminidad natural, las mujeres se veían inducidas a corregir lo que realmente les aportaba la naturaleza para adaptarlo a ese ideal. De este modo, según indican numerosos testimonios literarios y arqueológicos, en la Grecia clásica se aplicaba al rostro el llamado «blanco de plomo», que era un carbonato de plomo muy común. El uso continuado de este producto resulta peligroso, puesto que destruye la estructura de la epidermis y puede incluso producir la muerte si se tragan partículas, debido a su reacción con los ácidos gástricos. Pero su gran capacidad de cubrir –incluidos los efectos perniciosos de su aplicación– y su resistencia frente al agua convirtieron al «blanco de plomo» en el maquillaje más común.

Otro producto también tóxico, el sulfuro de mercurio, denominado «polvo de cinabrio», se utilizaba para hacer más duradera la pasta con la que se pintaban de rojo los labios y las mejillas. El rostro enjalbegado de este modo cobraba vida gracias a eso, pero también al maquillaje de los ojos.

Los ojos y el cabello

Al igual que en Egipto, se marcaba el borde de los párpados con una línea negra, pintada con carbón o productos similares, que se prolongaba hacia fuera para hacerlos parecer más grandes. Además, se aplicaban variados colores, como muestran algunas piezas arqueológicas con restos conservados: un rojo en el párpado superior, rodeado por un verde hasta los huesos de las órbitas, también bajo el párpado inferior. Era frecuente llevar las cejas hacia el arranque de la nariz hasta casi juntarse una con otra, y, en todo caso, resaltarlas con antimonio negro o carbonilla, porque un entrecejo grande se consideraba un signo de carácter, y la debilidad era vista como algo negativo tanto en las mujeres como en los hombres.

A ese tipo de maquillaje hay que sumar el teñido de los cabellos para hacerlos más luminosos y llamativos. Está claro que esos rostros se asemejarían a los de las imágenes de las diosas, que estaban policromadas de la misma forma. Y es que una esposa que pareciera una Afrodita, un simulacro de la diosa del amor, haría funcionar mejor el mecanismo erótico necesario para la reproducción. La escena primera de la Lisístrata de Aristófanes deja clara la importancia del maquillaje en la apariencia que debían tener las mujeres atenienses del siglo V a.C. para atraer a sus esposos.

Demasiado maquilladas

Pero, al igual que ocurre hoy en día, encontramos en las fuentes literarias griegas una cierta censura hacia las mujeres que transforman su natural apariencia para parecer más atractivas. En el Económico de Jenofonte hay buen ejemplo de este tipo de críticas contra la coquetería femenina. En este diálogo compuesto a mediados del siglo IV a.C. el hacendado Isómaco explica que un día vio a su esposa «muy embadurnada con albayalde para parecer más blanca de lo que era, pero también con mucho colorete para mostrarse más enrojecida de lo real; y con tacones elevados para aparentar una talla que no le había dado la naturaleza». El marido decide entonces aleccionar a su mujer sobre la necesidad de que en el trato entre esposos no exista falsedad alguna: «lo que encuentra el ser humano más placentero es el cuerpo humano sin nada».

Este pasaje muestra cómo en la antigua Grecia podía plantearse un conflicto entre la estética y la ética en su relación con el erotismo, y se podía resolver tratando de equiparar la belleza con la utilidad. Un hombre de pro no debe dejarse seducir por el engaño, sino encontrar hermoso y atractivo un cuerpo sano, apto para una mujer que actúa como madre y administradora.

También conocemos epitafios de esposas atenienses en los que sus maridos celebran la poca atención que habían prestado durante su vida al arreglo personal; la coquetería quedaba, así, disociada de la sophrosyne, el buen sentido que constituye la virtud característica de la mujer. Medio siglo más tarde, Plutarco retomaba la crítica (Quaestiones Conviviales 693 b-c): nada hay en contra de los baños, los ungüentos y los arreglos del cabello; pero el maquillaje y los perfumes, lo mismo que el oro y la púrpura, constituyen una exageración.

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