A propósito del caso del Inspector Roldán, apuñalado por un enfermo psiquiátrico en las calles de Buenos Aires, quiero hacer algunas salvedades que considero importantes.
En primer lugar, Roldán muere porque duda. Una duda fundada no en su falta de profesionalismo, del cuál había dado sobradas muestras en el pasado; Roldán duda porque sabe lo que le espera si dispara. Puedo asegurar sin equivocarme que en ese minuto de indecisión, Roldán piensa en los cientos de policías hoy presos por haber disparado en una situación semejante. El Inspector y todos nosotros conocemos el resultado de un hecho muy reciente, donde en una situación muy similar, el camarada resuelve reducir al agresor con una patada en el pecho, quien cae y golpea su cabeza en el asfalto provocándole la muerte. Hoy ese policía está procesado por homicidio simple, de ocho a veinticinco años de prisión. Roldán lo sabe y duda. Acorralado por el cumplimiento del deber, la ley que en lugar de apoyarlo lo amenaza y una sociedad que le exige pero no lo sostiene.
En segundo lugar, sabemos que estos hechos pueden evitarse dotando a nuestros policías con una herramienta que no los debata entre matar o morir. Me refiero al uso de las pistolas Taser. Me pregunto por qué nos resistimos a la inclusión de una opción moderna y efectiva para neutralizar situaciones como la vivida sin lamentar muertes de ningún lado. La respuesta es obvia, nos resistimos porque elegimos de forma neurótica seguir manteniendo vivos los fantasmas de épocas oscuras en nuestro país. Nos negamos porque le hacemos pagar a toda una generación de policías los pecados de otros tiempos y otros hombres. Castigamos a los hijos por el pecado de sus padres.
Para terminar, como una metáfora de nuestra literatura, a Roldán lo mata el puñal de una sociedad psiquiátrica. Una sociedad que no se permite evolucionar y que, como en muchos otros temas, no está a la altura de las circunstancias.