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Landrú, el asesino serial que horrorizó a Francia

Enamoraba viudas ricas de la Gran Guerra, las mataba y se quedaba con sus fortunas. Auge y caída de un temible personaje que ganó fama mundial

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial (1914-1918) lo único que sobraba en Europa eran viudas. Fue una guerra devastadora que mermó la población de las grandes ciudades del viejo continente. Henri Désiré Landrú era un hombre que había pasado los 40 años, que vivía en París y se destacaba por sus cualidades seductoras y su locuacidad.

Landrú, que se había casado con una prima cuando tenía 20 años y llegó a tener cuatro hijos, se convertiría en uno de los asesinos en serie más despiadados y extraños de la historia criminal. Sus relatos y el popular juicio, generaron decenas de libros y varias películas. Conocido como “Barba Azul“, era un hombre de baja estatura, algo calvo y con una larga barba que cuidaba con esmero. Nunca confesó los asesinatos, aunque fue condenado por diez homicidios. Sólo reconoció haber engañado y estafado a casi 300 mujeres, la mayoría viudas de la Gran Guerra, que gozaban de cierta fortuna.

Para 1914, tenía algunas causas por fraudes y robos menores. Fue por entonces cuando se le ocurrió publicar un aviso en un periódico: “Señor serio desea casarse con viuda o mujer incomprendida entre 35 y 45 años”. Recibió, en poco tiempo, decenas de cartas que analizaba con atención y discriminaba según el estado económico de sus potenciales víctimas. En una pequeña libreta negra, que siempre llevaba con él, anotaba todos los gastos y la situación de la mujer, si tenía dinero o no.

Tras un tiempo, alquiló una villa llamada “Ermitage” en el pueblo Gambais, a unos 50 kilómetros de París, donde pasaría la luna de miel con las víctimas. En la libreta negra discriminaba los gastos de los pasajes. En una decena de casos, sólo anotó el viaje de ida de las víctimas. Fue una de las pruebas que tuvieron los investigadores. Landrú utilizaba nombres falsos, lo que hizo más difícil su identificación.

Su primera víctima fue Jeanne Cuchet (39), una viuda que vivía con su hijo de 17 años. Tras el contacto a través de una carta motivado por el aviso en el diario, comenzó a visitarla, le propuso matrimonio y un buen trabajo para el hijo. Ahí se presentó como el señor Diard, inspector de Correos. Tanto la mujer como el muchacho desaparecieron y la fortuna que tenía Jeanne pasó a Landrú.

La segunda fue una señora de 46 años de apellido Laborde. La tercera fue una viuda de 51 años, descripta por los periódicos de entonces como una mujer fea, pero con una gran fortuna que alcanzaba los 20.000 francos. La macabra lista continuó hasta la décima, que fue una mujer de apellido Marchadier, quien se decidió a viajar a la villa “Ermitage” con su amado con una condición, llevar con ellos los tres perros. Ni la última mujer ni los perros volvieron a ser vistos.

Estos hechos ocurrieron entre 1915 y 1919 y la mecánica criminal era similar. Se presentaba como un respetable hombre de negocios, viudo que deseaba volver a formar una familia. Las conquistaba, les hacía poner a su nombre todos los bienes y después las mataba, descuartizaba e incineraba los restos en la villa de Gambais. Pero casi todos los domingos regresaba a su casa de París, donde estaba con su esposa y cuatro hijos. A la mujer, incluso, le regalaba joyas que había arrebatado a sus víctimas.

Pero las misteriosas desapariciones ya habían sido denunciadas. Primero fueron los parientes de la víctima Colomb, quienes se comunicaron con preocupación con el alcalde de Gambais, porque sabían que la mujer se había ido a esa ciudad con un hombre a quien conocían por el apellido Dupont.

Después, otra familia reportó un caso similar aunque, pese a que la descripción del hombre coincidía, decían que se había presentado como Frémyet. Era como encontrar una aguja en un pajar.

Fue una cuestión de azar que la policía dio con Landrú. En una tienda de París, la hermana de una de las víctimas lo vio haciendo unas compras acompañado de una mujer. El asesino, en el local, había dejado una tarjeta con un domicilio. La policía llegó a esa vivienda y lo encontró acompañado de su nueva conquista, Fernande Segret. Cuando allanaron el lugar, Landrú los recibió, aunque les dio un nombre falso. Fue el 13 de abril de 1919. En el bolsillo, llevaba la famosa libreta negra con las anotaciones.

Fue cuestión de tiempo que llegaran a la villa “Ermitage”, donde encontraron las pruebas del horror. El juez anotó los hallazgos: cien kilos de sustancias incineradas, alrededor de un kilo de huesos humanos, cuerdas, hachas, sierras, puñales y la estufa en la que supuestamente calcinaba los cadáveres.

El caso tuvo repercusión mundial. Landrú, estando preso, seguía recibiendo cartas con propuestas de matrimonio, mientras estudiaba el expediente. Impactaba ese hombre pequeño que, pese a que estaba siendo juzgado por delitos aberrantes, se mostraba delicado y cortés. En la primera jornada del juicio, el asesino saludó amablemente a su esposa y sus hijos y, con la misma educación, le dedicó una sonrisa a su última novia, la que estaba con él el día de la detención.

Se declaró culpable de las estafas, pero nunca reconoció los asesinatos. Al ser condenado, le dijo a su defensor: “Le he confiado una causa bien difícil, digamos desesperada. En fin, no es la primera vez que condenan a un inocente“. La condena, a morir en la guillotina en la cárcel de Versalles, fue aplicada el 22 de febrero de 1922. Antes de salir de la celda para ser ejecutado, lo invitaron a celebrar una misa, aunque Landrú respondió: “Gracias, pero no podemos hacer esperar a estos señores”. Eran el médico y el verdugo.

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