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jueves, marzo 28, 2024
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Murió Ricardo Barreda, el mayor femicida de la historia penal argentina

Estaba en un geriátrico. La historia del odontólogo que mató a su mujer, su suegra y sus dos hijas en La Plata

Ricardo Barreda (85), el mayor asesino y femicida de la historia penal argentina, murió hoy en libertad en un geriátrico de José C. Paz. El odontólogo, pese a matar a toda su familia, pudo vivir muchos años libre, aunque terminó sólo e internado en el hogar “Del Rosario”, donde falleció por causas naturales.

Hasta el trágico 15 de noviembre de 1992, Barreda fue un hombre respetado, al menos simulaba serlo. Muchos vecinos, especialmente de la sociedad acomodada de La Plata, eran sus pacientes. Hacía varios años que se había divorciado de su mujer, Gladys Mac Donald. Ya poco y nada quedaba del amor que los había llevado a conformar una familia y criar a dos hijas, Cecilia y Adriana.

Barreda, cuando terminó la “faena”, se sentó en un sillón y abrazó con fuerza la escopeta “Víctor Sarrasqueta” calibre 16 que su suegra, Elena Arreche, le había regalado para un cumpleaños cuando la vida familiar era totalmente distinta. Minutos antes había entrado a la casona de 48 entre 11 y 12, en pleno centro platense, para “hablar” con Gladys. El odontólogo sólo podía utilizar el consultorio y un pequeño departamentito, con salida independiente, tal como lo habían acordado en el divorcio. Esa casa la habían comprado años antes, luego de vender la primera vivienda, y recibir la ayuda financiera de la suegra.

Ricardo Barreda, después declararía en el juicio televisado de mayor audiencia de la historia de las comunicaciones de nuestro país, se acercó a Gladys para decirle que iba a limpiar las telarañas del techo. “Andá a limpiar, que los trabajos de conchita son los que mejor hacés”, dijo el odontólogo que le disparó su ex esposa. Estaban en la cocina, en presencia de una de sus hijas, Adriana (24). Dijo que se enojó y que, por esta razón, cambió de idea: dejar las telarañas para otro momento y cortar los brotes de la parra. Caminó unos metros, ingresó al depósito y ahí vio, detrás de la puerta, la “Víctor Sarrasqueta”. La matanza duró sólo unos minutos.

Cargó dos cartuchos y se dirigió a la cocina. Sin más, ejecutó a su mujer. Después hizo lo mismo con Adriana. Volvió a cargar y les pegó un tiro de gracia a cada una. Ahí tuvo tiempo de cargar nuevamente dos cartuchos, subió las escaleras y vio a Elena, su suegra, a quien él dijo que consideraba el motivo de todos sus males. Para el final, dejó a su hija preferida, Cecilia (26), la única que tenía un buen trato con él. Cabe aclarar que Barreda declaró dos veces, en la primera oportunidad aseguró que la última en matar fue su suegra y en el juicio lo cambió, dejó para el final a su hija mayor. Los jueces, al detectar esa abrupta variante, sospecharon de una maniobra vinculada a la herencia de los bienes familiares.

Barreda pensó mucho qué hacer antes de salir de la casa. Juntó prolijamente cada uno de los 8 cartuchos que había utilizado para masacrar a su familia y los guardó en su elegante Ford Falcon, donde también escondió la escopeta, para luego desordenar algunos cajones, para simular un supuesto intento de robo. Salió de la casona, fue a dar un paseo por el zoológico, llevó unas flores a la tumba de sus padres, tiró los proyectiles servidos en una boca de tormenta, arrojó el arma en un arroyo cerca de Punta Lara y pasó a buscar a Hilda, su amante. Con la mujer estuvo en un motel, para luego comer una pizza y tomar una cerveza en un conocido bar platense. Ya al anochecer, regresó a la escena del crimen.

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Cuando llegó, abrió el pesado portón del garaje, guardó el Falcon y encendió las luces. Ahí recién llamó a un servicio de emergencias médicas. “Vengan, entraron ladrones y lastimaron a mi familia”, dijo Barreda. La noticia corrió como reguero de pólvora: en un extraño asalto habían matado a toda la familia de uno de los odontólogos más conocidos de la capital de la Provincia de Buenos Aires. De todas maneras, a los investigadores todo lo que contaba el dentista les resultaba sospechoso.

Fue tan sospechoso el relato que el entonces titular de la comisaría 1ª, un comisario llamado Angel Petti, lo invitó a Barreda a tomar un café en su despacho. Cuentan que el jefe policial lo miró y, sin rodeos, le dijo: “lea doctor”, mientras le pasaba un Código Penal, abierto en la página donde aparece el artículo 34, que establece la inimputabilidad. Barreda no habló. Se colocó los lentes y leyó muy despacio, una y otra vez. Ese día Barreda contó con su característico tono monocorde los detalles de la masacre. “Yo las maté”, habría dicho.

En 1995, en el juicio oral que fue televisado en directo y que estuvo a cargo de los jueces Carlos Hortel, Pedro Soria y María Clelia Rosentock, sin quebrarse en ningún momento y utilizando frases que quedaron en la memoria de la sociedad, contó cómo llevó a cabo la matanza. De todas maneras, nada dijo por qué había participado meses antes de un curso para abogados sobre homicidios ni por qué cambió la secuencia de los crímenes. La discusión se centró en determinar si era imputable o estaba loco. El fallo, que fue dividido, determinó por mayoría que comprendió la criminalidad de sus actos, y lo condenaron a perpetua.

Barreda pasó varios años en la Unidad Penal 9 de La Plata, donde llegó a rendir algunas materias de la carrera de Derecho. El odontólogo salió y vivió con una nueva pareja en Belgrano, mujer que falleció hace unos años. Esta mujer, según alcanzó a denunciar cuando ya estaba enferma, la pasó muy mal al lado de este criminal.

En la historia penal argentina quedará su apellido como sinónimo de femicidio. De un asesino despiadado que, pese a lo que hizo, la sacó muy barata. Sólo purgó una parte de la pena que le correspondía. Los vericuetos legales le dieron una mano.

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